El poeta.



El poeta, con gestos demorados, tomó asiento frente a su mesa de trabajo y, en su libreta de anodinas anotaciones, escribió el verso que había soñado. Con una bellísima Montblanc y acompañado de un hermoso rasgueo de patas de araña esculpió un verso. Los versos no son los mismos de otro modo, aclaró entre bisbiseos para ese otro desdeñoso yo que le acompañaba siempre. Después, atrajo hacia sí una gran pila de papeles, y con la ayuda de una máquina, comenzó a calcular tipos de interés, rentabilidades acumuladas y desviaciones numéricas y continuó haciéndolo durante el resto del día y, súbitamente, le asaltó la oscura idea de que también al día siguiente y al otro y al otro, calcularía más cifras interminables y que, aquel verso, quedaría huérfano y olvidado en su libreta hasta el día de su muerte que, claramente, premonizaba sobre su mesa de trabajo. Tras lo cual empezó a llorar. Y todo este drama le trajo de nuevo la necesidad de escribir otro verso, todavía más hermoso y trágico y definitivo que el anterior, que rasgó en el papel rayado de su estúpida libreta y, calculó divisas, coeficientes de liquidez y procedimientos excepcionales del mercado financiero sin descanso cuadrándole todo al último céntimo, hasta que un sentimiento, ahora de profunda satisfacción, le obligó a anotar, antes de poder olvidarlo, un verso magnífico, redondo, sonoro, whitmaniano… y en fin, para qué aburrirles.

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