Camino con paso lento y distraído,
tratando de dilatar la llegada.
Mi corazón al borde del desmayo
y caracoles entre los dedos me susurran al oído.
La sábana del cielo en calma y
la rabia del sol titilante
mecen el murmullo de esta ciudad amable.
Es la hora.
Esther, es la hora.
Un viejo de metal sostiene entre las manos un libro invisible.
No hay flores.
No existen las flores en este lugar de vitrinas.
Los padres, las madres, los hijos
todos sonrientes en círculos mágicos
hablando de nada.
No diciéndose lo que de verdad desean decirse.
Te quiero, papá.
Arrópame en tu pecho, mamá.
Al fondo, una gran lengua de terciopelo
acaricia mi sombra,
desvelando secretos que piso sobre la alfombra,
y un lamento que llega desde algún lugar remoto.
No hay tiempo para lamentarse.
Mi vida, mi sueño,
o todo o nada.