El criminal confinado entre miles de barrotes, apresado con cientos de llaves, cercado tras decenas de sólidos muros, en una isla remota, a kilómetros y kilómetros de la humanidad, riega dócilmente un lirio en su celda. Su malignidad está a salvo.
Y llora en silencio cuando, del exterior, llegan gratas noticias, como exterminios, asesinatos en masa o alguna violación a una joven novicia.
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