Pesa. El verano, digo. Me había reservado, con la ilusión de una niña, un par de libros de lectura. Saben de mi devoción por ciertos autores. Recordemos mi inclinación por Juan Bonilla, al que siento en el pupitre -algo que él celebraría- junto al gran Nabokov. De hecho, mi influencia por el ruso viene del gaditano y su enfermiza afición por las variopintas ediciones que de “Lolita” existen en el mundo. Y recordando no haber leído “Ada o el ardor”, lo adquirí para estos días estivales.
Heme aquí con el libro. Seamos sinceros, Nabokov creó una máquina de tortura. “Ada o el ardor” es una broma pesada. El momento no podría ser menos oportuno para su lectura. Demasiado ruido alrededor. Todo es ruido. Y Nabokov disfruta torturando con su rico y profuso lenguaje. Ya, ya. Sé que la intención del magnífico autor era la de -cito textualmente- “expresar lo que siento y pienso con la más extrema veracidad y percepción”. No, si ya.
Oh, Señor de los libros, dime que soy una lectora avezada pero que con el ruido no logro engancharme a Van y Ada.
Dime que estoy distraída con tanto ruido.
Es verdad que, cada año que pasa, la cultura se vuelve cada vez más hostil, en el sentido que expresa David F. Wallace:
Y es cierto que quedan pocos lugares -salvo tu propia casa -y a veces, ni eso- en los que reine el silencio, la tranquilidad. Los lugares públicos, que siempre fueron el lugar idóneo para la lectura, convirtiendo el hecho de leer en algo tan evocador como esa imagen poética del viaje y la lectura, la sala de espera y a lectura, el jardín y la lectura, ahora no dejan de ser la antesala de un pabellón demencial donde todos hablan, todos gritan, todos encienden sus dispositivos móviles con el audio bien alto. Y yo lo intento. Vaya si lo intento. Volver a mi difícil lectura. A los millones de adjetivos y de circunloquios del ruso. Y pesa. El verano, digo.