Pasear a su bebé
resulta ser uno de los momentos más placenteros del día. Aquel cochecito, azul
noche, de ruedas plateadas, amplias y brillantes, avanza lentamente calle
arriba, calle abajo, arrojando destellos aquí y allá. Nadie podría adivinar que
se aproxima inexorablemente el pináculo de su tristeza. Al llegar a casa,
Teresa deja suavemente el cochecito en el salón. Raudos, sus dos hermanos,
llegan levantando sendas armas de plástico, batiéndolas locamente, como
intrépidos corsarios, hasta que divisan el lindo cochecito, que les hace
detenerse en seco y reflexionar. Se acercan al pequeño y mullido habitáculo,
con sospechoso sigilo, hasta divisar al soñoliento bebé. Se miran, sonríen, le
miran y, como si hubieran sentido una clarísima revelación simultánea, sueltan
sus aburridas armas y lo cogen con violencia, haciéndolo volar y golpeándolo
contra el suelo, contra la pared, riendo y gritando, poseídos por una alegría
repentina y alborotadora.
El juego dura aún un rato más. Por fin, de
nuevo hastiados, abandonan al bebé, en el suelo. Miller, el perro aventurero, lo
olisquea. Y le muerde una pierna y un brazo. Chupetea con su lengua afilada el
cuerpecito, acompañándolo de un monótono sonido adormecedor.
Reaparece Teresa, que avanza con cara de
fastidio. En el salón, recoge al bebé del suelo de muy mala gana. Sin darse
cuenta, golpea su cabecita contra el pico de la mesa de fumador. Lo vuelve a
meter en el cochecito y, acto seguido, grita como una loca y llora
desconsolada.
Esa muñeca era su preferida.
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