martes, diciembre 23, 2008

IV Certámen Relato mínimo Diomedea

LUCES DE NEÓN

Llueve. Los vehículos, con sus ráfagas, me impiden ver con claridad. A través del espejo retrovisor veo sus ojos suplicantes. Gritan enmudecidos. Tengo a la chica y el dinero. Ahora no es el momento, pero lo cierto es que, abriría la puerta y la dejaría huir. Con sus medias rotas. Tal vez podríamos hablar, tomarnos unas copas. Pero los negocios son así.


A esos cabrones les da igual la chica. No tienen hijos. No saben lo que es el dolor. Ella solo es una pieza que sobra en este rompecabezas. Jugarán con ella y después le meterán una bala entre sus preciosos ojos.


Diluvia. Deben estar dentro. Esperándome. Las luces de neón brillan duplicadas en el asfalto. Bien. Esto es lo que haré. Saldré del coche. Cogeré el dinero y después, la chica. La entregaré, tal y como acordamos. Ellos me darán mi parte y yo no volveré a pensar en ella jamás. Se acabó. Qué más da lo que hagan con su piel.


Cojo la bolsa con el dinero. Está húmeda. Bajo la ventanilla y la arrojo al suelo mojado. Meto primera y acelero. Segunda. Tercera. Los ojos de la chica me siguen mirando. Ya no hay vuelta atrás.

Esther Rodríguez Cabrales

miércoles, diciembre 17, 2008

Esther en el espejo

Me gustaría -de verdad me gustaría- poder asomarme al océano de este espejo y reconocerme en él sin que me arrastrara la marea. Creer que esa mujer es la misma mujer que hay bajo mi piel. Que con tan sólo hurgar con el dedo índice pudiera surgir de dentro, brotando como una diosa mortal. Que arañando mi piel, rompiéndola como papel de seda, emergiera de ese pantano oscuro que crece en mi vientre, donde las flores son negras y se riegan con sangre y lágrimas.

Ver en esos ojos mi propia mirada. Ésa que anda perdida como un fantasma condenado a ver lo que nadie puede ver. Lo que nadie se atreve a ver, arrastrando unas pesadas cadenas amarradas a la cruz de mi frente.

Pertenecer a esa sonrisa que se come una fresa, amarga de tentaciones, mientras me observa con la indiferencia de una canción gastada. A esas manos que peinan el cabello con cien golpes de cepillo mientras bisbisea nanas recónditas que nadie escucha. A esos dedos que recorren de arriba a abajo un rosario de secretos.

Saber que ella duerme a mi lado, como mi hermana gemela. Que me sueña suave y tranquila. Que me mece y me vela. Que me cuenta al oído nuestra vida y me dice que esta locura que nos ata es sólo nuestra.

Y me gustaría –de verdad me gustaría- creer que esa mujer que me mira soy yo misma.


viernes, diciembre 12, 2008

Primeras luces

Una arteria de neones –blancos, rojos-

divide la ciudad en

hemistiquios urbanos,

mientras la

noche

se

arquea

sobre su vientre

hasta desaparecer.

jueves, diciembre 04, 2008

La amante inmóvil

"Tacones maravillosos son los que arañaba mis pies,
¡tacones! ¿en qué camino resonáis ahora? ¿acaso volveré
a veros?"

de Las profundidades de la noche.
(Robert Desnos)



Te encontré una tarde tirada en la calle.
Una tarde de frío y llanto escarmentado.
Una tarde vacía
de mí.
Arrastrada de pesado letargo.

Ruth... ¡oh, Ruth! mi inquietante y bella Ruth.

Paseaba perdido, buscando algo de lo que fui.
Pero sólo hallé basura.
Restos de una vida.
Después tú estabas allí. Inmóvil.
Entre condones difuntos y fruta podrida.
Tu pelo ovillado de plástico inflamable brillando al sol,
parecía gritar una suerte de promesa,
un futuro certero para los dos.
Ciegos en el desierto.
Sueño de látex desabrigado
de un terco pasado enrarecido.
Haarlem y tulipanes muertos.

Toqué tu fría y desnuda piel.
Creí amarte. Odiarte tal vez.
Ruth... ¡oh, Ruth! mi inquietante y bella Ruth.

Te llevé a casa, después de escuchar tus mentiras.
Oh, Ruth.
Te lavé las heridas de tinta.
Besé la oquedad de tus ojos.
Yacimos en la cama durante años.
Me perdí en tus bosques.
Nuestro amor era profecía.
Tu piel, fría.

Me contaste todo aquello de cómo llegaste hasta aquí.
Del océano. Del trigo y del sexo.
Tu nombre era otro.
Tu nombre era cualquier nombre en tu vida inmóvil.

Hablaste del abandono. Del dolor.
Te quise creer, Ruth. Hice todo lo posible. Y te creí.
Mudaste de agonía.


Pero hoy, es de nuevo ayer, Ruth
he visto que has preparado tus cosas.
Te marchas, dices. Que no aguantas.
Que te ahogan mis ganas.
Lloras, lloras, lloras.
Ruth... ¡oh, Ruth! mi inquietante y bella Ruth.

Cerrando esta puerta, abrirás muchas otras.
En el suelo siguen tus tacones muertos. Tristes.
Me pregunto qué nombre rozará tu frente.
¡tacones! ¿en qué camino resonáis ahora?
¿acaso volveré a veros?

He salido a pasear solo.
Mis pasos sólo saben reanudar caminos.
Buscaré algo de lo que fui.
Tal vez, entre restos de vida, te encuentre,
mi bella e inquietante Ruth.



Adonde te lleve el cabo de un hilo.

U no llega a Vladimir Maiakovski no por casualidad. No es fácil toparse con ese autor siguiendo la senda aterciopelada de la impasibilidad. ...