Una cuarentona que sabe de todo.

Entonces estábamos esperando a que las puertas del tren se abrieran cuando se acercó aquella mujer de piel morena y escupió a nuestros pies. No fue un escupitajo iracundo, sino denso y despacioso. Caía como a cámara lenta. Éramos capaces de ver sus cambios de forma durante la caída. Como si su densidad fuera de otra dimensión. Y ella, la mujer, con esa sonrisa. Estaba loca o no. Poco importa. Sonreía como una niña. Me llamó la atención su preciosa sonrisa. Contrastaba tanto con aquella actitud de hartura. Mostraba con amplitud sus dientes blancos. Llevaba un gorrito de punto, tipo Bob Marley, de muchos colores. Parecía una niña que hubiera llegado súbitamente a la vejez después de haber ingerido el contenido de un bote en cuya etiqueta se leía "bébeme". Justo antes de aquel instante, yo andaba distraída en mis pensamientos sobre la conversación de aquellos dos muchachos que me precedían por la Carrera de San Jerónimo. Hablaban de alguien. De una tercera persona ausente. Me dio un vuelco el corazón cuando escuché que uno de ellos le decía al otro que era una cuarentona. Su compañero asentía y añadía, como para dejar zanjado que sabía por dónde iban los tiros, que le comprendía a la perfección, "sí, una cuarentona que sabe de todo". Recuerdo que pensé, cielos, yo prodría ser ella. Y me pregunté por qué es tan deprimente ese calificativo. Un escalofrío me atravesó como lo haría un fantasma ante la posibilidad de ser vista así en el trabajo, en la calle, en el mundo. Y pensé en La casa de Bernarda Alba, lo que hizo que sintiera agobio o algo así. Pensé en todo ese negro. Tan poca carne. El miedo. La soledad. El deseo reprimido. Pero no. Yo no soy así. Cuando contemplo mi reflejo aún me veo. Me reconozco. Me veo a mí. Tan solo a mí. Con mi voz. Con mi pelo. Con mis maneras. Con mi pecho y con mi vagina. Con mis manos grandes casi de hombre. Soy yo. Y para nada soy una cuarentona que sabe de todo. De hecho, no sé nada de nada. O poco sé. Inmediatamente, al ver aquella bola blanda caer ante mis ojos, y los dientes, uno tras otro, como un rosario de niña de cuentas blancas, la risa de la locura y los colores del reagge, la maría y, en fin, todo aquello, las puertas se abrieron justo antes de que el escupitajo cayera dentro del vagón. Lo perdimos de vista tras los escalones de acceso. Después, la mujer volvió a su asiento. Su sonrisa se mitigó, como si hubiera dejado de recordar su niñez y de nuevo estuviera con los pies en la tierra, y traté de reconducir mis pensamientos. Y tal vez lo hiciese. O no. Qué puede importar ahora. 

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