La coiffure de Saint-Honoré

Siempre deploré que un extraño me lavara la cabeza pero, cuando mi aspecto ya comenzaba a acercarse peligrosamente al de Crussoe, decidí acudir a una prestigiosa coiffure en la Rue de Saint-Honoré. Allí, una lánguida señorita de indeterminables dedos, me envolvió en cientos de toallas perfumadas y, sin mediar palabra, me acomodó en un gran sillón, al que caí rendido. Al instante, millones de dedos masajeaban mi cabeza casi pornográficamente. Cerré los ojos, pero fue peor, pues la intensidad se multiplicó hasta lo infame. Y ya no pude hacer nada por salvarme, pues aquellos dedos torturadores profundizaron y se hundieron hasta llegar a mi cráneo, que atravesaron dulcemente y extirparon mi atemorizado cerebro que temblaba como un pájaro caído del nido. A día de hoy, continúo lavando cabezas. Aún espero, ansiosa, la llegada de mi próxima víctima, un asesino a ser posible, y despojarme, definitivamente, de este cretino insulso.

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