Libros

Los libros, como las personas, una vez vividos, vuelven a dormir a la estantería, a ese limbo propio del mundo literario, en donde deambulan perpetuas criaturas abandonadas, en un girar sin fin, durante años. Los de una blandura insoportable, o los incomprendidos; esos locos solitarios, difíciles, intratables, desabridos que pueden volver a tener una oportunidad si algo dejaron resonar dentro, una incógnita, una pregunta. Muerden. Están vivos y te carcomen. Te quitan el sueño y te golpean, una y otra vez, contra un muro. Los hay que pellizcan el estómago. Ahí, en el esófago en concreto. Lo estrangulan. ¿O es en el pulmón donde arañan y te impiden respirar y te desbocan el corazón? Esos que, antes de salir de casa, te llaman con sus cantos mágicos y te atraen hasta hacerte dudar, como un pasmarote, frente a ellos. Y tu mano va, indecisa, hacia ninguna balda en concreto, y toca un lomo, casi lo acaricia, y toca otro, rápidamente, para pasar al siguiente que, quizás, es el que llama. Y la mano lo coge, porque tú, aquí, no tienes voluntad ninguna. Es la mano y el libro y el estómago o el pulmón, tal vez el corazón el que elige. Pues así cada día

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