Querida mía...

Comienzo a sentir deseos incontenibles de escribir una carta. De querer decir Querida señora, Querido señor, querida mía, querido mío, Suya, Tuya. Dejar de añorar a John Coltrane y la dulce marea que acarrea su música. El mismo deseo que el de escribir pequeños relatos como quien juega una transoceánica partida de ajedrez. Ahora yo, ahora tú. Mientras tanto, digamos que dibujo muñecas. Entre relato y relato llantos, risas, odios, gorriones.

Me preocupa que la no realización de este poderoso deseo termine acumulando ciénagas en mi pecho. Sintiendo estos temores, recuerdo a Chloé y las flores que arraigaron en sus pulmones. Siempre me soñé ella. Indefiniblemente ella ¿Tendría alguna semilla a punto de germinar? ¿la tendré yo? ¿serán suficientes mis lágrimas? ¿necesarias?

No debe suceder. Te escribiré, querida extranjera. Aún no sé si me comprendes. No empleamos el mismo lenguaje. Pero yo te escribo. Lleno los vacíos que quedan huérfanos entre mis frases. Y al hacerlo vuelve aquella música que me embriaga, y vuelve el cuchillo a hundirse entre el corazón y el olvido. Y me sueño Chloé, y de nuevo, retorno al temor de los jardines y sus gorriones.

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