viernes, enero 31, 2025

¡Vive Dios!

 Siempre he acusado a mi poesía de falta de nobleza, en cuanto a que el lenguaje no tiene una naturaleza distinguida, sino más bien lo contrario, se vale de un lenguaje despojado, de versos desnudos, de poca ambición estética. Sin embargo, a pesar de mi opinión acerca de ella, continúo expresándome de esa manera, tratando de buscar una tensión interna en el poema que lo haga especial. Tarea nada fácil que, desde luego, tampoco consigo. Ahí mi empeño. De acuerdo con esas pretensiones, pienso y construyo el poema, a veces, de manera brillante y, otras, fracasadamente. No sé por qué reflexiono ahora sobre este asunto, quizás porque me he topado con Hijos de la ira, de Dámaso Alonso y me he sentido insignificante.

En un esfuerzo por aproximarme al maestro, le he dibujado durante “las horas secas, nítidas / inacabables, ay”.  Cuánto tengo por hacer. Me abruma la estela de mi blando pensamiento siempre acariciando las horas. Las atareadas, claro. Las ocupadas en el runrún de los quehaceres. Viene royendo que diría él. “Zumbando y royendo el cadáver de mi alma”. Por no hablar de toda la distracción que acucia, que embelesa y las palabras, sonoras, hermosas como barcos de vela. 
Acabé ese poemario. Vive Dios que lo acabé. Acabado está. Ahora, huérfana, me sumiré en la lectura del gran Nabokov.

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