... ningún lugar,
si tú no estás allí, existe: una tumba.
Marina Tsvetáieva.
Yo digo que Marina Tsvetáieva era fuego. Y digo bien. A veces, me parezco a ella. Era fuego una mujer abocada a la vida sin remedio; a la muerte, sin remedio. Era, es y será exaltación de la vida y de la muerte, del amor, de la pasión, del castigo, de la recompensa, del dolor, de la felicidad, del sufrimiento.
Pasión. Yo digo que Marina Tsvetáieva era pasión e infierno. Era no dormir por las noches, una constante inquietud, un desvelo, un violín tristísimo sonando en la habitación. Y el amor. Cuánto amor guardaba. Cuántas ganas de amar. Y qué difícil amar tanto.
Escribir. Con premura, atacar el papel, componer las más bellas cartas, las más ardientes, las más ilusionantes, las más urgentes, las más puras. Dedicar una vida a las palabras y al amor. "¿Divago? Pero no se hallará / ni una letra que me aleje de ti." Porque ellas eran presencia. "Llevo en mí toda la pasión" ... "tengo tanta fuerza que con ella podría embriagar todo el infierno".
Su poesía era el cauce al dolor. Escribía como sólo Marina puede escribir, con la determinación de un árbol centenario y la alegría infinita de una niña. Entonces los violines sonaban alegres y subían y alzaban el corazón de Marina.
Distancia. ¿Acaso no sabe la distancia que es un acicate para el alma enamorada? "¡Querido Rainer! / Es aquí donde vivo. / ¿Me amas todavía?".
Y Rainer muriéndose.
Y ella, lejos.
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