Hoy he amanecido
como siempre, pero
con un cuchillo
en el pecho.
José Ángel Valente
Yo no sé qué hubiera sido de mí de no haber leído a José Ángel Valente. Hablo de mí. Ya no recuerdo cómo llegó ni cuándo. Sé que yo ya era una mujer forjada, con algunos pequeños agujeros que contenían afortunados abismos que, tal vez, me llevaron adonde estoy ahora, lugar incierto aunque, por qué no, hermoso. Claro que, si afino y deshago la bobina de hilo de la memoria, si retrocedo unos años, cuando aún las canas no habían aparecido, viene a mí, vagamente, un libro en concreto.
Tal vez fuera el libro que me llevó hasta el poeta de la fría poesía diamantina que germina en el fuego de Valente. Una edición de 1963, Poesía última, de Ediciones Taurus. Una antología que adquirí, tal vez en la librería Gulliver o en La Candela, no recuerdo ni siquiera ese detalle. Pero llegó ese libro con cinco voces poéticas de una generación, esa que llaman Generación del 50, los hijos de la guerra. Entre ellos, Valente. Él me dijo en sueños que la poesía nace de la espera y ése, por medio de la palabra y todo su material de obra, "es el precario comienzo. Nunca es otro." Por tanto, un acto revelador.
Esperemos pues.
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