Amor

Aquel muchacho detestaba el desorden y alguien le recomendó, para evitar sus crisis maniáticas, cultivar y cuidar un bonsái, siguiendo la tradición japonesa saikei. La técnica constante de limitar el crecimiento de aquella miniatura, cortando con una pinza aquí y allá o, dirigir el crecimiento a su antojo con un hermoso cableado, lo abstraía, calmando su ansiedad paranoica por la perfección. Su meticulosidad aumentaba cada día que el arbolito trataba de existir por sí mismo. Si encontraba un modo natural de crecer, el muchacho lo contenía y acotaba minuciosamente durante horas. Sin apenas dormir, el muchacho vigilaba su pequeño olivo, perfeccionándolo sin descanso, evitando que el arbolito existiera en toda su plenitud. Pero puede que la técnica fallara, en un momento en el que el sueño venciera al muchacho y que, un resquicio de espacio, hiciera avanzar rápidamente a una rama. Y esa rama creciera tanto que respirara aliviada, animando al árbol a desperezarse y, que las raíces, fuertes como nunca, abarcaran el cuarto y treparan hasta la cama donde el muchacho dormía y lo abrazaran, agradecidas por ese error, cercenando su cuello, apretando hasta dejar de sentir aquellos espantosos ojos, tan abiertos, jamás vividos antes.

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