A Esther Cabrales me une mucho más que Rojo-Dolor, la antología de mujeres poetas en torno al
dolor en la que incluí algunos de sus poemas. Compartimos Cuerpos, el segundo poemario de la autora, publicado en la editorial Renacimiento (si, somos compis de editorial), que llegó a mis manos recomendado por Christina Linares. Entonces lo supe: la poesía de Esther y la mía estaban unidas por un hilo fino y poderoso, cual tela de araña a lo Louise Boirgeois. Su cuerpo era el mío; yo también habitaba esas páginas. Después de semejante descubrimiento, no he dejado de seguirle la pista y llegó Erosión, el primer poemario de la autora (yo los leí en el orden opuesto), y ya caí rendida: nuestra poesía dialogaba, El cuadro del dolor quedaba engarzado a su Cuerpos y Erosión, y así, nosotras, por una especie de cordón umbilical del que las distancias y los horarios de trabajo demenciales de Madrid no nos han dejado disfrutar todo lo que nos gustaría. A estos dos libros publicados, le siguieron Animal y Lengua Muerta.Con Mondo me sucede algo parecido. Llega justo cuando la pequeña libretita que llevo conmigo a todas partes comienza a llenarse, sin ser algo característico en mi escritura, de poemas que exaltan el amor y la ilusión, como los que encontraremos en las páginas de este libro, sin dejar a un lado que, para que estas emociones existan y sean valoradas como tal, también deben existir sus contrarios: el dolor y la pérdida.
Aunque el amor sea el tema central que articula Mondo –el amor como reacción a la vida deshilándose–, no empacha ni embriaga, que bien sabe administrar Esther “los chismes del afecto”. Así, articula un complejo equilibrio para huir de lo cursi y, simplemente, invitarnos a bailar un tango, a escribirlo paseando juntos de la mano o presentarnos su crudeza (“el amor / es también ese bebé / bajo los escombros, / llorando con desesperación / al que, a duras penas, accedemos, / por mucha pasión que le pongamos”), cuando el amor acaba sirviendo sólo como “argumento / de un poema por escribir / un poema terrible”, de muy mal gusto, que terminamos no escribiendo porque adoramos “la estética del vacío”. He aquí otra de las claves del libro: el vacío, la soledad, y las “palabras llenas de vacío”, de las que hablaremos más tarde.
Sin embargo, sus poemas están llenos de un hambre de esperanza e ilusión (contagiosas, que conste) –“qué diablos, por fin hoy, / nada importa tanto”–. Y es que Esther persigue la búsqueda de un refugio contra las inclemencias meteorológicas de la vida, que ni es tan bonita como nos habían contado, se sucede con un carácter reiterativo incontestable y está llena de prisas y angustias por no llegar a todo.
Me gustaría recalcar dos ideas fundamentales presentes en Mondo –en línea con lo que la autora llama “poesía que sabe a mañana”– y que para mí, tal y como concibo la vida y la poesía son esenciales: la soledad y la fuerza propia. Esther escribe que estamos solas, solas con nuestra voz y nuestros libros, pero solas, y que en nuestro interior hay una “fuerza desconocida / que viene de la rabia por salvarse”.
Haya o no amor, en ese futuro que nunca nos cuadra y que una noche de repente se nos echa encima, prevalecen el vacío, el desgarro, la ausencia, la soledad pero también la fuerza dentro de nosotras mismas para contrarrestar todo lo demás. Porque vivir con los ojos abiertos y el corazón cerrado, vivir así, da miedo, y cómo contarlo, si a veces todo se reduce a la búsqueda de una palabra que nos haga mejores. En Mondo, Esther, sin duda, la ha encontrado.