Extraña felicidad

Alrededor de aquella mesa se congregaban los hombres más influyentes del mundo. Todos discutían asuntos importantes haciendo aspavientos con los brazos. Uno de ellos llevaba una nube sobre la cabeza y, cada vez que hablaba, rugía un trueno. Otro, al discutir, se reflejaban en sus ojos lingotes de oro y diamantes. Había entre ellos un hombre con un saco negro cubriendo su cabeza. No hablaba, ni falta que hacía, porque a su alrededor sonaba una tétrica música mortuoria que haría temblar al más pérfido de los seres. Solo un pequeño hombre mantenía la calma. Le volaban luciérnagas, mariposas y libélulas. De su boca emergía una rama muy verde que brotaba rápidamente y crecía retorciéndose por la sala, ocupando cada rincón. Todo se llenó de flores y trinos cuando llegó su turno y, los hombres importantes, indignados, se devolvían miradas llenas de incomprensión. Era como si el verde les hiciera daño a la vista. El canto, a los oídos. Las palabras sensatas, al corazón. Nada se solucionó aquella tarde pero, por un instante, muy muy breve, un arco iris ocupó el lugar del nubarrón, un silbido salió de los labios del verdugo, los ojos del ambicioso hombre se cuajaron de pequeños pájaros picaflores y todo tuvo la hermosa similitud de un cuadro del Bosco. Fueron segundos de una extraña felicidad.

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