Todo parece seguir un orden armónico. Una suerte de baile matemático que ondula el tiempo. Los avatares del día a día se conectan a través de tendidos eléctricos invisibles. Cables de tender la ropa. Antes de concluir el libro de relatos Tres rosas amarillas de Raymond Carver, La máquina del tiempo me envía a mi correo una serie de cuentos de distintos autores y de distintas épocas. Leo los títulos de arriba hacia abajo. Los Asesinos de Hemingway, Algo de Tolstoi, de Tennessee Williams, algo de mi triunvirato Bolaño, Cortázar, Borges. Sonrío al leer algún título. Por ejemplo cuando veo entre ellos el cuento Tres rosas amarillas. Continuo. Me detengo en otro. Se titula La tristeza. Es de Chéjov. Me viene que ni al pelo. Será por lo que siento. Instintivamente busco la definición de tristeza. Después leo el cuento. Las voces de mis compañeras de trabajo llegan amortiguadas. No sé lo que dicen, pero oigo cómo ríen. Da igual, estoy metida en una burbuja. El porqué de todo esto aún no lo comprendo, pero siento que necesito leerlo.

No lo leo, lo devoro. "La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanca capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros de los humanos, sobre los sombreros." Me agobia el personaje y la situación. A la noche retomo la lectura del libro de relatos de Carver. Sólo me queda el último. Se titula Tres rosas amarillas. ¿Por qué esa insistencia? Siento cierto placer antes de leerlo. Por muchas razones. Por la librería. Por el gusto compartido. Por la literatura. Leo: "Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo...". Siento a Domi toser a lo lejos, mover las páginas del periódico. Cuando se revuelve en el sillón de ese modo, casi imperceptible, sé que no le queda mucho para rendirse ante el sueño. Por un instante, como una ráfaga, pienso que cenobio suena a cenutrio. Me gustan esas pavadas. Cuando termino el relato, suspiro. Todo parece seguir un orden armónico, una suerte de baile pitagórico. Cierro el libro y lo dejo sobre la mesilla. Me arrebujo entre las sábanas y pienso en la absurda idea del declive del libro. Imposible. Después, duermo como una bendita.

Comentarios

Joseóscar ha dicho que…
Me gustan tus dibujos y pinturas, todos estos hilos en forma de palabras para enredarse bailando en ellas y el verbo "arrebujar".
Anónimo ha dicho que…
cetrero