Azul


Siempre me ha intrigado cómo sería eso de hacerse mayor. Uno vive sin necesidad de hacerse semejantes preguntas, pero yo me lo he cuestionado de manera constante, como rara avis. Ahora voy entendiendo que no se trata de un cambio exclusivamente físico. Cambia, desde luego, la piel, que se quiebra algo entre los pechos, haciendo ligeros surcos verticales, en los que reparas súbitamente, porque, quizá, aquel día, te demoraste más de lo usual en tu propia contemplación frente al espejo. Tu cuerpo que se torna algo más fofo, blando, de una tierna fealdad. El vientre cansado de crecer y disminuir, de hijos que nacen, de hijos que se pierden. El cabello que insiste en escupir el color que un día tuvo. Pero cambia, tanto más si cabe, la forma de observar el cielo. No el cielo en sí, sino el azul. El concepto del color jamás hubiera importado a un niño, cómo va a importarle a un joven, que sólo tiene tiempo para ser amado, para bailar hasta la madrugada, para reír y divertirse. Sin embargo, un claro síntoma de ese proceso de envejecer, es la manera de entender el color. Cómo es posible el azul. Uno mira el cielo como si fuera la primera cosa que se viera al nacer. Con la turbación que provoca en nosotros la belleza. Como cuando te estremeces al oler a hierba recién cortada, a lluvia que ha mojado la tierra. Y no lo observa reparando en los pájaros o en las nubes, sino en el impenetrable azul. Qué será aquello que nos conmueve infinitamente al mirar aquella inmensidad, que no es cielo, sino simple color.

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