"La muerte era tierra incógnita. No había mapas para adentrarse en ella. Comprendí que mi obligación era romper el sortilegio y entrar, aunque fuera a ciegas."


Joan Didion




DICEN que nos cuesta hablar de la muerte. En realidad, lo que he leído es que es a los americanos a los que les cuesta hablar de la muerte. Menos mal, yo no lo soy. Pero pregunto, ¿hablar de la muerte o hablar de los muertos? Porque hablar de la muerte es como hablar de los extraterrestres. Hablar de lo que no se conoce. De lo que no se ha vivido. De lo que no se ha experimentado mas que como simple espectador. Sin embargo, sí podemos hablar de los muertos. ¿Quién no tiene un muerto? ¿Es de los muertos de lo que nos cuesta hablar? A mí me cuesta hablar de ellos. Me cuesta porque me duele. No hablo de los muertos pero siempre están presentes en mi poesía. Mi padre siempre está presente en lo que escribo. Esa herida que no se termina de cerrar aparece una y otra vez en todo lo que hago. Y leemos a decenas de autores que hablan de los muertos. Escriben sobre ellos. Sobre sus vidas, sobre sus muertes. Escribir es ponerse una venda, una loción sanadora, es el último punto de sutura. Escribir sobre los muertos es el único modo que tenemos de decirles que los queremos. De mantenerlos vivos en nuestra memoria. De pedirles perdón. De acompañarles. De acompañarnos. De alargar todo lo posible la despedida para que nunca se terminen de marchar. 

Cuesta hablar de la muerte porque no sabemos nada de ella, salvo el dolor de haber vivido la pérdida. Cuesta hablar de lo que sentimos cuando no sentimos nada más que dolor. Cuesta hablar cuando la palabra es un grito. Un alarido. 

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